domingo, 12 de febrero de 2017

El don de Vorace, cuatro décadas después


Para hablar de Félix Francisco Casanova se puede partir de Demian, de Hermann Hesse. Ese joven, junto a Emil Sinclair, arrastra la marca de quien necesita cuestionarse el mundo. El estigma, fundado en la comparativa con Caín, los diferencia socialmente y a su vez los señala. Son, en cierto modo, los raros. Quizá la señal para todo escritor joven que muestra cierta voluntad de rebeldía sea Rimbaud. ¿Es posible escribir visitando el infierno y ser joven después de él?

Que Rimbaud es una referencia casi ineludible para todo aquel que ha llegado después es una evidencia. Pero existe cierto núcleo de escritores que se han visto explotados dentro de estrategias comerciales al ser proyectados como su reencarnación. Desde el mercado editorial hay un impulso de etiquetar lejos de toda visión crítica de la literatura, casi cogido todo con alambres, lo que ser escritor, rebelde y joven supone. Bien lo sabía Bernard Grasset cuando llegó a sus manos El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet. El joven Radiguet, apadrinado de Jean Cocteau, había bebido en sus fuentes literarias de autores como Mallarmé, Verlaine o el propio Rimbaud. La polémica novela, que el joven escritor revisó desde la etapa de su escritura, cuando tenía apenas diecisiete años hasta que la misma fue publicada cuando ya tenía veintitrés, fue pronto propuesta desde la elaboración del autor como mito, entendiendo que desde esta perspectiva la obra podría cuajar: “antes de poner a la venta El diablo en el cuerpo, [Bernard Grasset] adjudicaba a su autor la etiqueta de nuevo Rimbaud, excelente reclamo publicitario para una obra que iba a escandalizar a los críticos más ortodoxos” (Lourdes Carriedo). Esto sucedió en 1923. Casi un siglo después parece que la sombra es alargada. En poco difiere la estrategia que se ha seguido recientemente con la obra de Félix Francisco Casanova, a quien se reeditó en el año 2014 con el siguiente lema: “Ese maldito Rimbaud canario”.

Han pasado cuatro décadas desde que falleciera sin cumplir veinte años. Hace pocas fechas hubiera cumplido sesenta. José Carlos Cataño obtuvo el Premio de Edición del Benito Pérez Armas junto a Carlos E. Pinto con su obra El exterminio de la luz el mismo año en que Casanova se alzó con el galardón. Al enterarse del fallecimiento, Cataño recoge en su diario la impresión de la extraña noticia, casi un telegrama en medio de sus pensamientos: “Primera carta de Valdemoro, a través de Ernesto. Me notifica la muerte del joven Casanova de Ayala, el que nos birló por un voto el Premio Pérez Armas de Novela. Un accidente trágico, muerte por asfixia en el baño, aunque alguno ha hablado de suicidio. No había cumplido los veinte años.” (Los que cruzan el mar, p.60)

Normal es hablar de la muerte cuando esta sucede, cuestionarse los porqués cuando golpea a alguien joven. Al correr de las décadas lo que la crítica debe hacer es adentrarse en las cuestiones que fundamentan la obra y no enaltecer la misma partiendo del mito surgido de un acontecimiento biográfico. Las últimas oportunidades de editar a Casanova, entiendo, han sido perdidas pese al alcance de su distribución y a los numerosos artículos aparecidos en prensa sobre su figura. No solo se introducen lemas que entorpecen y llenan de referencias externas la lectura, sino que se cometen erratas que antes no había, como la introducción del posesivo mi antes de madre en el poema incrustado dentro de El don de Vorace (nada vale una vida excepto otra vida, así la luz de los ojos de [mi] madre guiarán mi balsa serena y abismal). También se pierde la oportunidad de recuperar el texto leído por el autor y que únicamente aparece en la primera edición de las cuatro que se han realizado.

Ahora, que se cumplen cuarenta y un años del fallecimiento de Félix Francisco Casanova, quizá sea momento de entrar a analizar los textos. Hasta hoy, aunque la obra se ha reeditado desde la década de 1970 en varias ocasiones, no se ha realizado una edición crítica del global de la misma, que se antoja necesaria, y sí un excesivo fijamiento en la muerte y mitificación de este acontecimiento concreto.

En este texto no voy a profundizar en su poesía. Trataré de exponer brevemente algunas conclusiones extraídas a partir del análisis de algunos de los núcleos de El don de Vorace, que se ahondan con mayor profundidad en el trabajo El don de Vorace. Novela Lírica y actitud posmoderna, con la intención de proponer un debate crítico necesario no ya sobre la figura con el estigma del joven rebelde acompañado por Rimbaud, sino desde la obra misma. ¿Qué dice? ¿Qué significa esta en el momento en que se da?

El don de Vorace tiene presentes dos grandes líneas. Por un lado, una propuesta lírica de la narración y, por otro lado, la muestra de ciertas actitudes que se pueden denominar posmodernas.
¿Por qué es una novela lírica? En ella reside un punto de vista poético que utiliza la novela para acercarse a la función del poema. Bernardo Vorace, protagonista y narrador, tiene una mirada repleta de lirismo. Su punto de vista fundamenta el escenario y el motivo de la novela. Por ello, se tiende en la misma a la escritura en forma de diario.

Bernardo no se siente cómodo en el mundo. Su aventura nace de una contradicción interna y actúa impulsivamente. Quiere morir, pero es inmortal. El desarrollo del mundo que vive el protagonista se corresponde con el concepto de novela lírica. En la narración tiende a explorar la corriente de conciencia. El universo que teje el yo parte desde su perspectiva y su personalidad, centrando su atención la mirada individual. El mundo está dotado de una intensa carga de elementos simbólicos. Estas cuestiones aproximan la modalidad narrativa a lo poético.

Los movimientos de Vorace tienen una alta carga de irracionalismo con un fondo filosófico. Si existe una confusión en el mundo en que vive, la actuación impulsiva sirve para superar este estado confuso. En el fondo, la voluntad absoluta de Bernardo es la de vivir, aunque intenta terminar con su vida en varias ocasiones. Por la novela transita una serie de personajes molestos. Todos los límites impuestos por ellos deben ser transgredidos por el protagonista, que en última instancia lucha por alcanzar un ideal simbólico, representado en un poeta llamado Santiago Moreno, a quien Vorace quiere llegar. Si el mundo es fuente de dolor y hastío tal y como se presenta en la realidad, es el arte, representado en la música y la literatura quien lo ayuda a superar esas circunstancias.

En la novela, como hemos dicho, el protagonista tiene el objetivo fundamental de alcanzar un ideal. Para ello se mitifica a sí mismo como inmortal. Desde esta posición de inmortalidad sus actuaciones son las únicas correctas y verdaderas. Pero esta conciencia de inmortalidad operará manifestándose en el cuerpo, tanto en lo psicológico como en lo físico, puesto que la permanencia en el mundo que le ha tocado vivir conlleva su degradación corporal.

¿Por qué entonces la fiesta de máscaras? ¿Para qué el disfraz? El único objetivo que mueve todas las acciones de Bernardo es el de la consecución de un ideal. Para obtenerlo es necesaria la máscara. En la novela, esta identidad ocultada ayuda a afrontar el futuro inmediato. Vorace siente que necesita eliminar a los personajes que le resultan molestos durante una fiesta de disfraces. Toda esta lucha con el mundo circundante responde a una necesidad de completarse. El yo se considera incompleto y va en busca de elementos que lo llenen que por la vía de la idealización.

Todo lo que rodea a Bernardo Vorace es una suma trabas para la libertad del yo. La convivencia con los personajes que lo rodean no ha sido armónica y, por tanto, la primera persona actúa desde el egoísmo. Su medio vital es antagónico a él y, como consecuencia, necesita establecer un nuevo origen del mundo en que no exista ninguna de las limitaciones que la primera persona tiene en el presente. Por ello decide eliminar a todos esos personajes que lo molestan.

Hasta aquí lo que sucede en la novela desde su condición de novela lírica y sus contenidos. Pero también se encuentra una actitud que establece grandes relaciones con elementos estudiados por teóricos de la posmodernidad como Bauman, Lipovetsky, Jameson o Lyotard.

Si vamos a los elementos extratextuales como ayuda para analizar lo textual, Félix Francisco Casanova debe entenderse como un escritor que concibe la literatura como una gran mentira y como un gran juego: “Y es que la Verdad es gilipolla, es mucho mejor la Mentira, pero no voy a hacer un cuaderno de mentiras (esas están escritas en El invernadero y El don de Vorace)” (Yo hubiera o hubiese amado). La propia novela, en sí, está concebida desde su gestación como un reto personal que tiene que ver con el alejamiento de la condición del oficio del escritor. La novela fue escrita entre el nueve de junio de 1974 y el veintitrés de julio del mismo año, es decir, en poco más de un mes.

Pero, ¿Qué actitudes posmodernas están presentes? En primer lugar, las jerarquías tradicionales se desregularizan. Las prohibiciones son vistas como ataques injustificados a la primera persona, que quiere ser libre y feliz. Toda aventura debe tener como objetivo conquistar algo por y para el yo. Por ello, los órdenes tradicionales son atacados: matrimonio, iglesia, amor u orden burgués. La vida se cimienta en la imaginación e intereses personales del protagonista. Su identidad, sin embargo, está dispersa. Berardo Vorace está fragmentado y, por ello, quiere establecer un nuevo origen desde el presente. Quiere vivir libremente sin la represión del otro. Su lucha es individual.

Vorace se mueve continuamente entre la euforia y la autoaniquilación. Está descontento con el mundo e intenta suicidarse, pero no lo consigue. Ante la imposibilidad, su inmortalidad se transforma hacia la euforia. Está movido desde entonces por un objetivo vital de libertad. Sin embargo, todo lo que sustenta su objetivo de vida no puede sostenerse durante mucho tiempo. Los ídolos y las utopías no son posibles. Los referentes de Bernardo mueren o lo desengañan: sus padres, Santiago Martín y su propia mitificación como inmortal, que es desmitificada. El final de la obra, por tanto, es desolador. El yo se ha quedado solo y sin por venir. Está en un presente sin ideal posible.

Esta propuesta de lectura no pretende ser definitiva. Solo es eso, una propuesta. Una posición que invita a otras posiciones a enriquecer la obra por lo que la obra es y no por lo que la figura del escritor en cuanto al poder de su imagen mitificada supone. Félix Francisco Casanova hubiera cumplido hace poco sesenta años. El mejor regalo que se le puede hacer, creo, es leer con atención lo que hay en sus textos, ajenos a las etiquetas editoriales para establecer desde la crítica literaria qué late en el pulso imaginativo del joven escritor.

En definitiva, superar el estigma será a su vez superar el análisis de la obra desde el malditismo y desde referentes previamente establecidos. Avanzar hacia ello será hacerlo en dirección de comprender mejor la obra y de comprender mejor al autor.

Yeray Barroso Ravelo
Artículo publicado en el Nº341 de El Perseguidor, en Diario de Avisos, el 15 de enero de 2017

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