martes, 14 de julio de 2015

Osmosis, de Julio Blancas y Carlos Nicanor



No todo movimiento lleva a un centro o una periferia diferente. Osmosis, diálogo creador entre Julio Blancas y Carlos Nicanor, parece componerse de partes de un mismo acercamiento simbólico. Más que cuerpo estático, quietud y contemplación, ambos piden viaje y círculo, vacío y sonido de silencio, que es la voz más inquietante. La puerta de entrada, casi sin previo aviso, introduce al espectador en un cosmos donde están todos los elementos muy atados y sueltos a la vez, donde predomina el círculo: temporalidad de un universo planetario que se mira hacia adentro. A nivel significativo opera como tono constante el impulso entre lo cóncavo y lo convexo, lo que navega hacia el exterior y aquello que anda hacia el interior. La entrada, así, funciona casi como esa cabeza-pelo por el que el ser se introduce. Osmosis planea, de este modo, un viaje con eco. El primer impacto, en la soledad de una sala vacía con tres grandes movimientos redondos, adquiere sonido circular, casi como ese sonido que se desprende de las conchas marinas.

La tendencia a lo parabólico y al nudo del lápiz que se inserta en la obra de Blancas contrasta y conjuga a la vez con los elementos difusos de Nicanor que parten hacia afuera, casi como cuerpos incompletos, partes de un todo inconcluso. Así Man (2012), se muestra como un rostro-nariz que sale de la nada, casi rostro o casi isla en medio de la circularidad en que se inscribe. Hay un lenguaje de elementos sorpresivos que juegan a perderse en la espiral que se inscribe en lo parabólico. El gran redondel que propone Julio Blancas se convierte, entonces, en ese espacio en que habita la corporeidad. El movimiento es de eterno retorno. Las obras de Nicanor, también en espacio circular, pretenden a veces, sin embargo, perderse hacia adelante mediante el elemento saliente. Así, la Pértiga (2015) de Carlos Nicanor, no tiene un lugar de caída clara y continúa ese viaje en un universo parabólico. Todos los elementos parecen navegar desde un punto desconocido hasta un punto desconocido, sin que el segundo se corresponda con algo realmente diferente al punto de partida. Todos los ramajes, entonces, son obsesiones de un universo que el viajero desconoce. Así lo proponen los trazos redondos de Blancas, que se tornan más adelante en semicuerpos: pelos, siluetas, elementos de partida a los que el individuo puede asirse en un mundo que retorna de manera constante.

Osmosis supone el interior de una burbuja en movimiento, sin que esta tenga un horizonte claro. Hay una navegación por un solo interior, un tránsito por un mundo dual, que se alimenta de cuatro manos dispuestas a entablar diálogo estético. La espiral, entonces, es una inmersión en la desmembración de lugares por los que se viaja. Los troncos de Blancas, casi selvas y a la vez casi venas, llegan prácticamente para cerrar esa inercia de lo instalado hacia un viaje interior. Todo parece llevar a un tránsito por un cuerpo, por las partes, un conocimiento del interior de lo desconocido sin que se pueda escapar del viaje por ese lugar. 

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